La tortuga comunista.
Había una vez un señor, cuya cédula decía se llamaba Juan Pérez, pero al que todos conocían como Alberto, quien había emigrado hace mucho a la Meca caribeña, osea Nueva York.
Tras muchos años de trabajar en su bodega, pudo cumplir su sueño y construirse su casita, amueblarla y hasta comprarse su carrito, un Toyota Corolla del 98, elegido sabiamente, pues sabía muy bien que hasta los paleteros venden repuestos para esos caballo de batalla.
Sin embargo, las cosas han cambiado en el paraíso, y ya la pata no pone donde ponía. Por eso, los viajes de Alberto a su desorden -perdón- terruño natal se hacían cada vez mas lejanos el uno de los otros.
Quien le cuidara la casa no era problema, pues Eulogia -Pirina para los conocidos- úna tía jamona de la mujer de Alberto, se había mudado allí, con la compañía de par de gatos barcinos, una señora que le ayudaba con la limpieza, y la visita ocasional del delivery de un colmado cercano, quien por extraño designio del destino, siempre tenía dificultades para encontrar en sus bolsillos la vuelta exacta y entraba para poder buscar con tranquilidad...
El problema lo representaba el carro. Pirina no manejaba -no tenía que hacerlo el colmado tenía de todo y se lo llevaban a la puerta de su casa, y a veces, hasta mas allá del umbral de la puerta.
Un día Alberto tuvo una revelación. Su amigo de la infancia y canchanchán de incontables potes, Pedro Ernesto Espirtusanto Céspedes, a quien todos llamaba Felipe, le había dicho por imeil que había perdido su trabajo, y que contemplaba volver a taxear. Esa era la solución, le prestaría el Corolla a Felipe, con la sola condición de que lo mantuviera en óptimas condiciones.
Por un par de años las cosas marcharon bien, o así lo pensaban todos.
Un buen día de verano, domingo en la mañana, Alberto descansaba en su apartamento, refugiándose del calor infernal cuando tocaron a su puerta. Grande fue su sorpresa cuando Felipe, su gran amigo, entre gran algarabía entra al apartamento acompañado de su mujer y sus cuatro muchachitos. Entre cuento y cuento, y montados sobre un río de Budguáiser y Coronas, Alberto pregunta sobre el estado del Corolla...
"Mano, de eso quería hablarte"- contestó Felipe. "La cosa está tan mala que no he podido arreglarlo después del choque"
-"¿Y que coño de choque me dice este?" casi lloró para sus adentros Alberto.
- "No te preocupes, tengo todas las piezas en casa, sólo hay que desabollarlas" Intentó tranquilizarle Felipe. "Viejo, la cosa está tan mala" continuó - que ni siquiera he podido arreglarle el aire, ni anillarlo, ni rectificarle los discos de frenos..."
Felipe continuó balbuciando una larga letanía de cosas que tenía el carro que , tan larga y monótona que Alberto se desconectó mientras pensaba que algo no cuadraba, algo no sonaba bien. Y de repente, mientras miraba alrededor a la mujer de su amigo y los cuatro bullosos carajitos se preguntó como era que no había dinero para arreglar su medio de sustento -que de paso no era de él- pero sí para viajar a NY en alegre caravana...
Cosas veredes, Sancho que haran temblar las paredes...
PD EL título no tiene nada que ver con la historia de forma intencional, para estar a tono con los tiempos.
No comments:
Post a Comment