Thursday, May 31, 2007

Nuestras morales

Hace ya muchos años, tantos que mi cabeza todavía mostraba una copiosa cabellera, fuimos un grupo del barrio a pasar unos días a una finca en Hato Mayor. Tiempo de montar caballos y beber muchísimo romo.

Una tarde el hijo del dueño nos manda a ensillar los caballos, que teníamos que ir a un velorio. "Tamaña baina" pensábamos. Uno en chercha y tener que ir a un velorio. Pues para hacer el cuento corto, menos mal que los caballos conocían el trillo, pues de otra manera el jumazo no nos hubiese permitido regresar. Pero esto viene a cuento por otra cosa. En pleno velorio, mientras nos acostumbramos al romo a pico de botella, me fijé en varias señoras de las que preparaban el cocinao afuera; conversaban sin poder yo oír lo que decían, pero su conversación lucía -por sus expresiones- totalmente cotidianas. Cada cierto tiempo, una de ellas (parecían que lo hacían por turnos) entraba junto al muerto y, no bien cruzar el umbral de la humilde morada, rompían en una histeria total, gritos, llantos, lágrimas, sollozos y los mas lastimeros "por que Dio'Míoooo!"...

Unos minutos transcurrían, mientras que los demás dolientes la consolaban, y de pronto, aún en medio de esta catarsis, salían de la vivienda y ¡volvían a la normalidad! Ni siquiera un jipío, como si nada hubiera pasado en primer lugar. Vuelta al cocinao, vuelta a la conversación.

Se me antoja que este comportamiento lo tenemos los dominicanos codificado genéticamente, aunque la pseudo-civilización nos reprima el hacerlo en los velorios, lo manifestamos en otras facetas de nuestras complicadas vidas.

Ayer, medio reía y lloraba, al oír por radio como comunicadores preocupados manifestaban su indignación al descubrir (algo que oigo desde que era chiquito) que el pueblo cada vez mas frecuentemente, y cada vez mas convencido exclama "que falta hace Trujillo".

Con el perdón de los comunicadores, y de los cientos de miles de millones de luchadores antitrujillistas (que lo son a partir del 1 de junio del 1961), soy de los que cree que Trujillo hace falta. Y mucha.

No pretendo querer quitar méritos a los cojonudos que dieron su sangre por la libertad de nuestro pueblo desde siempre.¡, particularmente en el '65. Pero es que creo que perdieron su tiempo amén de sus vidas. Todo fue en vano. Porque si algo servía, murió en el 65, o en los 12 años o emigró para no volver.

Todo a sido en vano, pues nosotros no sabemos vivir en Libertad. La Libertad para nosotros es desenfreno fin-mundista. Porque no nos respetamos, ni respetamos a los demás. Porque nos comportamos como ratas cuando el gato no está, actuando tan rápido como podamos ante el miedo de que regrese el gato. Porque entendemos que no hay mañana.

En fin, nos dieron una libertad para la cual no estábamos preparados. Nos dieron esta baina y no sabemos ni como usarla.

Porque solo reaccionamos ante la represión, solo sabemos cumplir la ley ante el miedo. Y sin miedo la consigna es "cada quien consiga lo suyo".

Por eso soy de los que cree, cuanta falta hace Trujillo....

Wednesday, May 23, 2007

Las ropas nuevas del emperador

Había una vez un emperador muy pero muy vanidoso que pasaba mucho tiempo mirándose en el espejo y probándose ropa. Tanta era la dedicación que ponía en su guardarropas que descuidaba los asuntos de estado para poder pasar más tiempo arreglándose..

Sabiendo esto, un día dos pícaros pidieron audiencia con su majestad diciendo ser sastres capaces de crear el más fabuloso traje nunca visto.Como se imaginarán, esto interesó mucho al emperador, así que los recibió y les preguntó:

"¿En verdad sois tan buenos sastres?" Por supuesto majestad, dijo uno de ellos, pero el mérito no es solo nuestro. El secreto de nuestro trabajo está en la magnífica tela que empleamos".- "Ohh! -exclamó el soberano entusiasmado- no puedo esperar para ver esa tela maravillosa. Mostrádmela ahora mismo"-les ordenó. Entonces los dos hombres le dijeron: "Por supuesto majestad. Pero debéis saber algo más: esta es una tela mágica que le permitirá detectar a sus súbditos de bajo intelecto, pues solo la gente inteligente puede ver esta tela". Y así diciendo le extendieron al emperador sus brazos vacíos, simulando sostener en ellos la tela encantada. "Aquí la tenéis"-dijeron. Y al no ver nada, el emperador pensó: "¿Será que soy tan tonto que no puedo verla? Nadie puede enterarse, así que fingiré verla y pediré opinión a mis ministros para estar seguro de que la tela es hermosa".


Entonces preguntó a sus consejeros presentes: "¿Qué piensan ustedes de esta tela?" Y como nadie quería pasar por tonto, todos contestaron: "Magnífica, majestad. Realmente digna de un emperador". Así fue que los falsos sastres fueron contratados por una cuantiosa suma para confeccionar un traje con esa tela.

Muy pronto se corrió la voz en todo el reino de que su vanidosa majestad tenía un nuevo traje que la gente tonta no podía ver; y que, como era su costumbre, desfilaría ante el pueblo para que todos pudieran alabarlo.
Finalmente un día, los presuntos sastres anunciaron que el trabajo estaba terminado, presentando al emperador una percha vacía de la que, se supone, colgaban las nuevas ropas del emperador. Ilusionado, el soberano, fue "vestido" con la ayuda de los dos pícaros que no paraban de manifestar su admiración por lo perfecto que el traje sentaba a su majestad. Y, aunque el emperador no veía frente al espejo más que su imágen en calzones, les siguió la corriente y salió a las calles del reino para que todos pudiesen admirarlo.

Todo el pueblo se había congregado para ver el traje mágico, pero al igual que los demás, nadie se animó a decir que no podía verlo, por temor a ser considerado un tonto, así que comenzaron a alabarlo y felicitarlo. Pero entre la multitud, un niño pequeño gritó: "¡Miren, el emperador está desnudo!!"

Y todos entonces comenzaron a reir porque se dieron cuenta de que lo que el muchacho decía era verdad. Entonces, el emperador cayó en cuenta del engaño y perdido por la vergüenza, volvió corriendo a su castillo para cubrirse. Desde ese día, nunca más volvió a estar tan pendiente de su vestuario y comenzó a ocuparse de su reino como un verdadero soberano.